...Hacía bastante rato que el Sol se había hundido tras la sierra, a lo lejos, frente a mí, por un punto que ahora rozaba, también en su despedida, el ojo izquierdo del Toro. Apenas salido del letargo casi ritual necesario para adaptar la cabeza y los sentidos a la noche, preparo la penúltima pipa de flores de cáñamo del dia, la enciendo y me siento a considerar la posibilidad de tomar el camino del valle.
Desde tiempos remotos la tribu venía celebrando por esta época del año aquella festividad, y aun cuando mis contactos con ellos eran muy esporádicos, en ocasiones como la presente me gustaba bajar del monte. En realidad, sentía que un impulso físico muy intenso me empujaba poderosamente a hacerlo. Sin embargo, esta vez una suerte de pereza bloqueaba mis querencias. Durante los últimos años, algunos grupos habían utilizado la fiesta para difundir un nuevo culto, extraño y siniestro, entre los miembros de la tribu... Finalmente, sin mucha convicción, resuelvo ir; me incorporo y, lentamente, comienzo a caminar.
Llegando a la pradera descubro que, como en años anteriores, la gente lleva varios días reuniéndose para danzar junto a varias decenas de candelas esparcidas por un amplio territorio. Cerca de cada una de ellas, una gran estaca clavada en el suelo y cubierta hasta la saciedad de flores proclama en todas las direcciones el sentido totémico de la fiesta.
Diversos clanes familiares, agrupados al calor de los fuegos, organizan un complejo ceremonial que se está desarrollando, simultáneamente, a infinitos niveles de percepción. Se canta y se baila, al compás ritmico de las palmas y tambores, una danza circular, sensual y provocadora, en torno al gran palo. Los cuerpos sudan rezumando el polvo que flota, espeso, en un aire suavemente perfumado de azahar.
En los espacios periféricos, exteriores a los grandes grupos de parentesco, grupos más reducidos expresan su individualidad deambulando en una especie de búsqueda sincopada y frenética: jóvenes machos, hembras en celo, machos adultos sin pareja, merodeadores, extranjeros... Un comercio de miradas, un tráfico de señales, articulan el juego.
Husmeo el ambiente, levanto la cabeza y me sumerjo en la fiesta, con el vello erizado. Doy varias vueltas entre los fuegos, emitiendo llamadas sin mucha fe. Bebo, salto, alzo los brazos, giro y giro componiendo una figura provocadora y altiva. Pero es algo tarde. Muchas parejas se encaminan ya al bosque cercano buscando intimidad y, en muchos otros casos, el pacto está a punto de sellarse. La congoja que me embargaba los instintos al comienzo de la noche vuelve a crecer en mi pecho.
Repentinamente descubro que en alguno de los extremos más alejados de la llanura se están celebrando unas ceremonias paralelas cuyo significado no alcanzo a comprender pero que hunden definitivamente mi ánimo en un pozo oscuro. Admitidos y tolerados por el resto de la tribu, pequeños grupos de individuos danzan monótonamente, con aires de trascendencia, ante un motivo totémico al que se le había añadido otra estaca transversal reproduciendo la figura que en esos momentos podía contemplarse en el cielo, muy al sur, en la dirección del pico del Cuervo.
Resoplo... Decido marcharme. Enfilo la senda del monte y, mientras subo, medio oculto por las jaras, lanzo un grito de rabia al horizonte sobre el que se apoya inestable el dedo gordo del pie izquierdo de Cástor.
(*) «Día once del Toro: la danza de las praderas», en Anónimo, Diario de un indio aburrío, Vol. II, pp. 185-189 (Madrid: Librería Veragua, 1868).
